domingo, 18 de noviembre de 2007
ROBERTO BOLAÑO
Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim? le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía.
Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener 35 años o 15. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto el rostro de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía 18 o 19 años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al girarse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe me di cuenta de que eso, precisamente, esperaba Jim. “Chingado, hechizado”, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
NICOLAS DIAZ
El yagán jamás llora y vi tus lágrimas rodar hasta por tus senos que jamás he visto y que quisiera ver antes de morir, darmes de mamar y darmes de vivir, sólo soledad y parras de vid, leche irracional. Ojo despiadado, la llorona, la aparición. Papas con ají y arrollao de chancho y chuchoca de trigo y una caña de ñachi y chupilca del diablo. Agarrados a ellos ¡ay! me quiero ir en la madrugada de aquel porvenir que no llega nunca y que nunca llegue porque si me voy vos te vais conmigo, como un recuerdo, como un sentimiento tierno más no poder contemplar mis ojos despiadados y besar mis labios y mi entendimiento llevarlas consigo las eternidades tus sensibles senos ¡¡ay !! mis damajuanas de leche fucsia e irracional. ... y para qué llorai, mi niña Yagán, no veis que la sangre se me recalienta ante la inminente ajusticiá de aquel viejo pillo que nos criaturizó.
... y que nos alza a su regazo, a su morada, a su madriguera, a la suit nupcial del Hotel Bristol.
CÉSAR VALDEBENITO
Mi apartamento apesta a fruta podrida, aunque de hecho el olor lo origina lo que saqué de la cabeza de Claudia y metí en una sandía de cristal que esta en la repisa cerca de la entrada. La propia cabeza está cubierta de restos de cerebro, vacía y sin ojos en la esquina del living, debajo del piano, y pienso usarla como linterna, en lugar de calabaza, en una fiesta de disfraces de fin de año. Por culpa de la peste decido utilizar el apartamento de mi expolola (a la que descuarticé cuidadosamente), para una cita que tengo preparada para esta noche. He examinado minuciosamente las dependencias poniendo todo en orden. He llevado las herramientas allí (una taladradora eléctrica comprada en Home Centure, una botella de ácido, la clavadora automática, cuchillos, un encendedor). Contrato a dos señoritas de compañía a través de los números de teléfono de aviso de El Sur. Les digo que pretendo pagarles con cheques, pero ellas dicen que no, que al contado y yo les digo que esta bien. El programa de TV de mi amiga Karen -irónicamente- es sobre consejos de belleza y cirugía estética.
Once de la noche. La conversación que mantengo con las dos muchachas -ambas muy jóvenes, una rubia, la otra colorina, de cuerpo increíble, con grandes tetas- es breve, pues tengo dificultad para concentrarme.
-Vives en un palacio- dice una de las muchachas, Janis, con voz de niña pequeña-. Es un auténtico palacio.
Molesto, la fulmino con la mirada.
Hay un largo silencio.
Mientras preparo unas copas en el bien provisto bar de ni expolola, les menciono que trabajo en el Mall, en una clínica. Ninguna parece especialmente interesada. De nuevo me encuentro oyendo una voz -la otra chica- que pregunta si es una hermosa clínica. Se llama Myrian. Sentada en el sofá hojea un ejemplar de Físico Culturismo de hace tres meses, y parece confusa, como si no entendiera algo. Yo pienso: "Reza, puta; reza", y luego tengo que admitir que es excitante tener a estas chicas dispuestas a rebajarse delante de mí por el vuelto que me queda en el bolsillo. También menciono, después de servirles otra copa, que estudie en la U. de Concepción, y luego pregunto:
-¿Han oído hablar de ese sitio?
Me sorprende cuando Janis responde:
-Tuve relaciones comerciales con una persona que dijo que había sido profesora de allí- se encoge de hombros con expresión estúpida.
-¿Una clienta?
-Bueno -empieza ella, con nerviosismo-. Digamos que tuve relaciones comerciales con ella.
-¿Era hermosa? -pregunto.
Entonces empieza la parte rara.
-Bueno -vuelve a titubear, antes de seguir con-: digamos que tuve relaciones comerciales con ella,-da un sorbo a su copa-, dijo que fue a esa Universidad, pero... no le creí. -Mira a Myriam, luego vuelve a mirarme a mí. Nuestro mutuo silencio la anima a seguir hablando y continúa, vacilante-: Tenía bueno, un mono. Y yo tenía que cuidar de ese mono en ... su apartamento. -Se interrumpe, comienza con una voz monótona y ocasionalmente se atraganta-: Me pasaba el día entero viendo la tele, porque no tenía otra cosa que hacer mientras ella estaba a fuera... y mientras trataba de mantener al mono vigilado. Pero a ese mono... le pasaba algo raro. -Se interrumpe, y respira profundamente-. Sólo quería ver... -Suspira, luego admite rápidamente-: Los canales por cable de pornografía, y nada más. La tipa tenía cintas y cintas grabadas y se las ponía al mono -ahora me mira implorante-. Una vez traté de ... cambiar de canal..., porque quería ver una serie o algo así..., pero... -termina su copa y, evidentemente inquieta por la historia, continúa valientemente-: El mono se puso a chillar y sólo conseguí que se callara cuando volví al canal porno.
Silencio. Un silencio ártico, glacial, absoluto. La luz del apartamento es fría y eléctrica. Allí de pie, miro a Myrian, luego a la otra chica, Janis, que parece mareada.
Por fin digo algo tropezando con mis propias palabras.
-No me importa... si has llevado una... vida decente o no...
Empieza la actividad sexual, un montaje porno duro. Después de afeitarle la vagina a Janis, hago que se tumbe en el sofá de mi ex y que se abra de piernas mientras le meto el dedo y ella me la chupa y de ves en cuando le chupo una teta a Myriam. Luego Myriam me la chupa -tiene la lengua caliente y mojada y no deja de lamer el glande, poniéndome nervioso-, mientras la llamo puta asquerosa y mamona. Mientras penetro a fondo a una con condón la otra le chupa las tetas. En ocasiones la habitación está en silencio absoluto si se exceptúan los sonidos como de chapoteos que hace mi pene al entrar y salir de las vaginas de las chicas. Janis y yo nos besamos y comemos por turno la vagina afeitada de Myriam. Es grandioso y es el cielo y es Dios. Se corren las dos gritando simultáneamente, haciendo el sesenta y nueve. Voy al armario saco un consolador y dejo que jugueteen con él. Myriam se abre mucho de piernas y se manosea el clítoris, mientras Janis la penetra con el enorme y lubricado consolador, y Myriam la anima a que se lo meta con más fuerza, hasta que por fin jadeantes se corren.
Empiezo a dejar de estar excitado. Lo único en que puedo pensar es en el aspecto que tendrá su sangre. Y me caliento. Muerdo con fuerza la vagina de Janis, y esta se pone tensa.
-Relájate -le digo, para tranquilizarla.
Y ella empieza a quejarse, tratando de apartarse, y por fin suelta un alarido cuando le desgarro la carne con los dientes. Myriam cree que Janis se esta corriendo y empuja su propia vagina con más fuerza contra la boca de Janis, soltando gritos casi igualmente fuertes, pero cuando miro a Janis con la cara cubierta de sangre, y carne y pelo púbico de Janis colgándome de la boca, mientras la sangre sale a borbotones de la desgarrada vagina de Janis, empapando el cubrecamas, noto que le domina el terror. Uso un spray mata cucarachas para cegarlas momentáneamente y luego las dejo inconscientes con la culata de la escopeta oculta bajo la cama.
Janis recupera la conciencia y se encuentra atada, encogida, en uno de los lados de la cama, de espaldas, con la cara cubierta de sangre porque le he arrancado los labios con unas tenazas. Myriam está atada con seis pares de pantys al otro lado, totalmente inmovilizada ante lo monstruoso de la realidad. Quiero que vea lo que voy a hacer a Janis, y está colocada de tal modo que es inevitable que no lo vea. Como de costumbre en un modo de comprender a estas chicas filmo su muerte. Con Janis y Myriam utilizo una cámara Minox LX ultra-miniatura, tiene un objetivo multisensible y está montada sobre un trípode. He puesto a los Emeshing Pumpkins en la radio portátil que cuelgo de la cabecera de la cama para apagar los gritos.
Empiezo a desollar a Janis (es la parte que más disfruto). La desollo poco a poco, haciendo incisiones con un cuchillo para carne (el utensilio me lo regalo mi expolola a la que descuartice hace tres días con el mismo) y desgarrándole trocitos de carne de las piernas y el estómago, mientras ella grita inútilmente, suplicando clemencia con una voz aguda, y espero que se dé cuenta de que su tormento será relativamente suave comparado con lo que pienso hacerle a la otra. Sigo rociándole la cara a Janis con el spray mata cucarachas y luego trato de cortarle los dedos con una tijera para el pasto y por fin le echo ácido en la tripa y el útero, pero nada de esto parece que vaya a matarla, de modo que recurro a degollarla y por fin la hoja del cuchillo le corta lo que quedaba de cuello, topando con el hueso, y me interrumpo. Mientras Myriam mira le cierro la cabeza por completo, y levantándola como un trofeo, cojo mi pene púrpura por la erección y bajo la cabeza de Janis a mi regazo y se la meto en su ensangrentada boca y me pongo a metérsela hasta que me corro dentro de ella. Después estoy tan empalmado que casi no puedo moverme por la ensangrentada habitación con la cabeza, que noto caliente y sin peso, en el pene. Esto me divierte durante un rato, pero necesito un descanso, de modo que me quito la cabeza, metiéndola en el armario de roble de teca, y luego me siento en una silla, desnudo, cubierto de sangre y miro la película "La vida es bella", la que me divierte, tiempo en el que considero que en el departamento no hay antena parabólica.
Más tarde -ahora- le estoy diciendo a Myriam:
-Te dejaré ir... -Y le acaricio suavemente la cara, que está resbaladiza, debido a las lágrimas y al spray y me fastidia que durante un momento crea que tiene esperanzas antes de que vea el fósforo encendido que tengo en una mano y que me han regalado en la barra de un local nocturno donde estuve tomando jugo con unos amigos el viernes pasado, y bajo hacia sus ojos, que ella cierra instintivamente, quemándole las pestañas y las cejas, luego utilizo el encendedor y le sujeto los párpados con los dedos, asegurándome de que los tiene abiertos, quemándome el pulgar y el meñique en el proceso, hasta que le estallan los globos oculares. Mientras todavía está consciente me echo encima de ella y, separándole las nalgas, le clavo el consolador que he atado a un arpón, en el recto, utilizando la clavadora automática. Pienso que Spiniak es un bebe al lado mío y me río. Luego, volviendo a darla vuelta, mientras el cuerpo tiembla de miedo, le corto toda la carne de alrededor de la boca y, utilizando la taladradora eléctrica con una broca desmontable enorme, le hago más grande ese agujero mientras ella tiembla, protestando, y una vez que quedo satisfecho con el agujero que he hecho -su boca esta lo más abierta posible; es un túnel rojizo oscuro con una lengua retorcida y dientes arrancados- durante todo esto mueve incontrolablemente la cabeza, pero no puede morder porque la taladradora eléctrica le ha arrancado los dientes de las encías-, y agarro las venas que tiene allí y se las suelto con los dedos y cuando consigo arrancárselas bien, tiro con fuerza por la boca abierta, hasta que el cuello se hunde, desaparece, la piel se tensa y se rompe aunque sale poca sangre. La mayor parte de las entrañas, incluida la yugular, le cuelga de la boca, y todo el cuerpo se agita, como una cucaracha patas arriba, temblando espasmódicamente, mientras sus ojos deshechos le cuelgan por la cara mezclándosele con las lágrimas y el líquido del spray, y luego, rápidamente, sin querer perder tiempo, apago las luces y en la oscuridad, antes de que muera, le desgarra el estómago con las manos y me lo meto en la boca, Mis manos vuelven a la garganta. No puedo ver lo que estoy haciendo con ellas, pero hacen ruidos como de chapoteo y las tengo calientes y cubiertas de algo y me trago el estomago, y corto una nalga y la otra nalga y corto la carne y corto corto y corto.
Repercusiones. Nada de miedo, ninguna confusión. No me puedo quedar pues hoy tengo cosas que hacer. Ya amaneció. Quiero devolver cintas de video, hacer ejercicio en el gimnasio, ir al cine, al final de la tarde volver al departamento a retirar el video donde aparezco con las dos chicas. Voy a prestarlo. Mis amigos son ávidos consumidores. Ayer conocí a una mujer en un supermercado. Quizá deba hacer una cita con ella.
Lo que queda de los cuerpos ya tiene el rigor mortis. Parte del cuerpo de Myriam -creo que es el suyo, porque me ha costado mucho separar uno del otro- se ha hundido y le asoman las costillas, la mayor parte de las cuales está partidas por la mitad. He clavado una de las cabezas a la pared. No tengo pretensiones de nada, pero algo de esto señala que soy un artífice o un creador o un artista. Habrían sido buenas mujeres si cada segundo de sus vidas hubiera habido alguien que las descuartizara.
Voy al refrigerador y saco un trozo de torta de trufa. Esta deliciosa. En la habitación todo huele a trufa. Debo ir a aquella pastelería alemana a comprar otro trozo para darles a las chicas la próxima vez. Debo bailar. No moriré jamás. Soy feliz.
PEDRO LEMEBEL
(Frívolas, cadavéricas y ambulantes)
...En el ghetto homosexual siempre se sabe quién es VIH positivo, los rumores corren rápido, las carteras que se abren de improviso, los papeles y remedios tirados por el suelo. Y no falta la intrusa que ayuda a recoger preguntando: ¿Y ese certificado médico y pastillas?. ¿Y estas jeringas niña?. No me digas que eres adicta.
En estos lugares, donde anida fugaz la juerga coliza: organizaciones para la prevención, movimientos políticos reivindicativos, eventos culturales, desfiles de modas, peluquerías y discotheques, nunca falta la indirecta, la talla, el conchazo que vocea alaraco la palidez repentina de la amiga que viene entrando. ¡Te queda regio el sarcoma linda!, Así, los enfermos se confunden con los sanos y el estigma sidático pasa por una cotidianeidad de club, por una familiaridad compinche que frivoliza el drama. Y esta forma de enfrentar la epidemia, pareciera ser el mejor antídoto para la depresión y la soledad, que en última instancia es lo que termina por destruir al infectado.
En uno de estos lugares, al calor delirante de la farra marucha, es fácil encontrar una loca positiva que acceda a contestar algunas preguntas sobre el tema, sin la mascarada cristiana de la entrevista televisiva, sin ese tono masculino que adoptan los enfermos frente a las cámaras, para no ser segregados doblemente. Más bien jugando un poco con el aura star de la epidemia, así, revertir el testimonio, el indigno interrogatorio que siempre coloca en el banquillo de los acusados al homosexual portador.
¿Por qué portador?
- Tiene que ver con puerta.
¿Cómo es eso?
- La mía es una reja, pero no de cárcel ni de encierro. Es una reja de jardín llena de florcitas y pájaros.
¿Barroca?
- No sé lo que es eso, pero puede ser, una verja llena de cardenales.
¿Y donde conduce?
- Al jardín del amor.
¿Se abre?
- Siempre está abierta de par en par.
¿Y qué hay en el jardín?
- Un asiento también de fierro, igual que la reja llena de...
Pájaros y florcitas
- Y también corazones.
¿Partidos?
- Bueno un poquito, alguna trizadura por aquí, otra por acá, pero sin flechas. Eso del angelito cupido es cuento hétero, en vez de flechas, jeringas.
¡Huy qué heavy!
- ¿Qué tanto? Si los pinchazos ahora me excitan.
Bueno, estábamos en el amor. El jardín portador del amor. ¿No crees que te corres del tema?
- Siempre, nunca tienen que saber lo que estás pensando.
¿En qué estás pensando?
- Yo no pienso, soy una muñeca parlante. Como esas Barbys que dicen I love you.
¿Hablas inglés?
- El SIDA habla inglés.
¿Cómo es eso?
- Tu dices Darling, I must die, y no lo sientes, no sientes lo que dices, no te duele, repites la propaganda gringa. A ellos les duele.
¿Y a tí?
- Casi nada, hay muchas cosas por las que vivir. El mismo SIDA es una razón para vivir. Yo tengo Sida y eso es una razón para amar la vida. La gente sana no tiene por qué amar la vida, y cada minuto se les escapa como una cañería rota.